NARRADOR: Arrogante, insolente y vanidoso: Maurice Quentin de La Tour era todas esas cosas. Pero era mejor conocido por su brillante utilización de los pasteles—de hecho, sigue siendo uno de los mejores pastellistes en la historia del arte francés. Los pasteles se corren fácilmente y es casi imposible cambiar o adaptar un dibujo una vez está hecho. Por lo tanto, trabajar con pasteles requiere un manejo preciso, hábil y delicado. Como usted puede observar aquí, la técnica de La Tour era impecable. Mire primero el dibujo de cerca. En los rizos de la peluca —minuciosamente empolvada— se pueden distinguir pequeñas líneas curveadas y espaciadas de manera perfecta. Para crear los volantes de encaje, La Tour deslizó delicadamente la punta de la tiza sobre una nube de blanco. El efecto de suavidad de la chaqueta azul se logró al frotar el polvo de la tiza hasta que quedara liso, creando así la sensación de terciopelo. Examine el rostro y descubrirá una delicada red de contornos rojos—y observe las líneas azules bien definidas que hay alrededor de la boca y de la barbilla. Ahora párese a unos pies de distancia. De lejos, esas líneas le dan un brillo radiante a la piel y crean una sombra de barba, apenas visible. Éste es un retrato del modelo favorito del artista: él mismo. La fecha, 1764, indica que tenía 60 años, aunque se ve mucho más joven. Sus rasgos son vivaces, las comisuras de la boca suben, y su expresión demuestra diversión y satisfacción consigo mismo. Estos detalles sugieren un hombre que personifica la sofisticación y el ingenio que tanto adoraban sus contemporáneos. Los pasteles de La Tour gozaban de tal popularidad, que los pintores que trabajaban con óleo temían que por consiguiente el pincel se volviera obsoleto. Nadie podía hacerle revelar a La Tour los secretos de su éxito. Se rumora que una vez el Rey se paró a mirar por encima de su hombro, y el artista le ordenó salir del salón, declarando: “¡Mi talento me pertenece a mí!”